Durante años, cuando alguien hablaba de la economía del conocimiento, yo dejaba de prestar atención. Creía que eran homilías sobre la importancia de la tecnología de punta y la educación. ¿Y quién duda de que son importantes la tecnología y la educación? Ahora entiendo mi estupidez: en realidad, la economía del conocimiento es la mutación crucial en el capitalismo de este siglo, un juego en el que Estados Unidos tiene inclinada la cancha de una forma aplastante, y los países que no aprendan a jugarlo están condenados a correr de atrás.
No me volví trotskista ni anticapitalista: sólo me encantaría ver a mi país ganar en el capitalismo tal como es, no en el que imaginan algunos libertarios, y para eso hacen falta decisiones estratégicas. La economía del conocimiento no es solo fabricar celulares o chips; es poseer las ideas, los algoritmos, los diseños que hacen que todo lo demás funcione. Está muy bien producir bienes; pero hasta el campo argentino, competitivo como es, necesita cada vez más de patentes, de copyrights y de licencias, y desde hace treinta años ahí está la máquina de hacer dinero. No importa quién fabrique o exporte; importa quién es dueño del software, del sistema operativo, del diseño. Hoy ese dueño, en la mayoría de los casos, está en Estados Unidos.
Supieron hacerlo con mano maestra. En los años 90, mientras el mundo cantaba (y con razón) loas al libre comercio, Estados Unidos firmaba tratados como el Nafta, pero con un detalle estratégico: cada acuerdo venía con un refuerzo blindado para proteger sus patentes y derechos de autor. El nuevo sentido común decía: abramos los mercados y el resto viene solo. El resto del mundo lo hizo; Estados Unidos, mientras tanto, se aseguró de que las reglas sobre propiedad intelectual quedaran escritas a su favor. Como la economía global se volvió cada vez más dependiente de tecnología, software, farmacéuticas, marcas, la renta mayor no es para el que produce, sino para el que tiene la llave legal para usar la idea.
Esto nos remite a un hecho bien conocido, que señalaron liberales como Schumpeter o Stiegler: el capitalismo tiende periódicamente a generar monopolios, que pueden degenerar en formas de feudalismo. La izquierda suele usar esto para impugnar el sistema; omiten que el control del Estado sobre la economía es un monopolio más opresivo y más corrupto, que exige además un aparato represivo creciente. Esto no quita que en un momento histórico como éste –en el que la virtualización de la propiedad cambió radicalmente las reglas del capitalismo internacional–, restablecer las condiciones de la libre competencia exige un esfuerzo activo de parte de los gobiernos.
Jim Balsillie, el hombre que cofundó Blackberry, también compara la situación actual con un feudalismo. No porque Balsillie se haya afiliado al FIT, sino porque sabe por experiencia que el negocio hoy está en la renta permanente. Uno puede fabricar el producto, venderlo, distribuirlo, pero al final está el dueño de la patente, que cobra cada vez que usamos su idea. Ese dueño suele estar basado en Estados Unidos y ahí es donde genera mayormente trabajo y paga la mayor parte de sus impuestos.
Balsillie pone como ejemplo a Google. Dice que aunque su país, Canadá, tiene oficinas de esa empresa y de sus universidades salen muchos de los desarrolladores del software que usa Google, saca apenas el 1% de los beneficios; el resto es para Estados Unidos. Lo cierto es que difícil establecer con precisión cuánto aportan a la economía americana empresas como Alphabet, Disney, Hasbro o Nickelodeon, por nombrar a las que más generan a través de su propiedad intelectual.
Pero si uno descuenta deducciones o créditos fiscales y considera los beneficios brutos de las diez empresas más grandes en 2023 y el 21% de impuesto federal, puede arriesgar que ese año le dejaron al tesoro estadounidense cerca de 30.000 millones de dólares. Casi todo el campo argentino. En comparación, el beneficio que sacan otros países es casi nada. De nuevo: el verdadero valor no está en la infraestructura –los servidores, las oficinas– sino en los algoritmos, la propiedad intelectual, las marcas, que son propiedad de la casa matriz.
¿Puede ganar también un país como la Argentina en este juego? Está claro que no es fácil. Los tratados internacionales (como el reemplazo del Nafta, el Usmca) siguen reforzando estas reglas. Y cada vez que un país intenta generar su propia industria del conocimiento, choca contra una pared: las patentes ya registradas, los tratados que no permiten copiar, la dependencia tecnológica.
Pero tampoco es imposible. Algunos países –Corea del Sur, Israel, incluso China– entendieron que no podían limitarse a ser consumidores de tecnología ajena. Invirtieron no solo en educación y conectividad, sino en fomentar empresas propias, con propiedad intelectual propia. En la Argentina, mientras tanto, seguimos comprando tecnología con etiqueta y copyright ajenos. Cada año que pasa, la cancha se inclina un poco más.
El asunto se complica porque en los últimos años Estados Unidos no se conformó con dominar el campo de la propiedad intelectual. Decidió además recuperar terreno en la producción industrial. Para eso redujo impuestos corporativos y aumentó los aranceles a productos extranjeros. Esto empezó en la primera presidencia de Trump, continuó con Biden, y en su segunda presidencia Trump decidió poner quinta.
En 2017 Trump firmó la Ley de Empleos y Reducción de Impuestos, que redujo el impuesto corporativo del 35% al 21%. La idea era clara: hacer más atractivo producir y operar desde Estados Unidos. Ahora implementa aranceles del 25% al acero y el aluminio importados. Busca matar dos pájaros de un tiro: por un lado, atraer y retener empresas dentro de Estados Unidos; por otro, protegerlas de la competencia extranjera mediante aranceles. Si lo logra, es una hazaña histórica: nada menos que revertir la desindustrialización y el desempleo, los famosos efectos negativos de la globalización.
¿Funciona? Ésa es otra historia. Algunas empresas anunciaron bonos y aumentos salariales tras la reforma fiscal; por otro lado, los aranceles provocaron represalias de otros países. Además, aunque el desempleo alcanzó mínimos históricos antes de la pandemia, el déficit fiscal aumentó por la baja de ingresos tributarios. Trump espera compensarlo con los aranceles y la motosierra de Elon Musk. Si todo esto va a traer otra era dorada para Estados Unidos o si va a ponerlo en la temida senda que recorrió la Argentina peronista en el siglo XX es, como se dice en periodismo, noticia en desarrollo.
Pero la conclusión no cambia: para tener una chance en la economía del conocimiento, la Argentina necesita hacer algunas cosas inteligentes que hizo primero Estados Unidos en los 90 y que después emularon con éxito economías más chicas. No se trata sólo de administrar la propiedad intelectual (algo que la Argentina ya hace a través de organismos como el INPI), sino de usarla como palanca económica.
En concreto, a la Argentina le serviría tener un comité asesor (como tiene desde hace décadas Estados Unidos) que conecte al INPI con universidades, industrias tecnológicas, farmacéuticas, audiovisuales y especialistas legales. Fomentar empresas argentinas generadoras de patentes y defender las patentes locales en los litigios internacionales, para que a la larga la propiedad intelectual fortalezca la balanza comercial. Es una idea picante, pero tal vez sea correcta: ganar en el capitalismo de hoy haciendo eso que los liberales, incluido el que firma esto, aprendimos a aborrecer: dirigir recursos estratégicamente desde el Estado.
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