Rolando Graña presenta Treinta toneladas de billetes: espías, amor y un botín nazi en la Argentina

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El periodista Rolando Graña presenta su primera novela: Treinta toneladas de billetes (Penguin Random House), un thriller que trae personajes clave del siglo XX; una historia de espías y de amor y un botín nazi en Argentina. El periodista, que fue durante muchos años corresponsal de CNN y actualmente conduce en América TV, el programa América Noticias y en A24, el programa GPS, escribió esta historia que mezcla ficción con hechos reales y personajes muy conocidos.

El punto de partida es Buenos Aires en 1938, cuando hombres de negocios y banqueros se sentaban, sin muchos escrúpulos, allí donde podía haber dinero. El mundo, secretamente, se preparaba para la guerra, aunque los alemanes dijeran que no; los británicos desconfiaran y el gobierno y los militares argentinos escucharan tanto a unos como a otros, también interesados en negocios a cielo abierto y en las sombras.

Esto no les gusta a los autoritarios

El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.

De este nutrido grupo de protagonistas, se recortan personajes inolvidables: Rogelio Pastrana, periodista de turf del diario Crítica; Kim Philby, espía inglés; Bernardo Mitvein, un judío de la Zwi Migdal que trabaja para los nazis; Esther Binder, actriz de renombre y gran amor de Pastrana; un coronel argentino y una actriz secundaria de nombre Eva. Llevarán la acción en un telón de fondo donde nadie es inocente y circulan nombres que quedaron para siempre grabados en la historia.

Fragmento de la novela:

Buenos Aires, 9 de julio de 1938

«Aquí todavía se usaba el pelo para atrás, la gomina tirante. De donde él venía, no: nada de fijador. Pero eso se veía cuando uno se sacaba el sombrero y él todavía no se lo había sacado. Por ahora, estaba subiendo la escalera del teatro.

Hace apenas unos años no hubiera podido entrar al Teatro Colón. No le daba la plata ni la ropa y el prontuario no lo favorecía. Ahora sí; tenía todo en regla para una función de gala: esmoquin con solapa de raso, sobretodo negro, chalina de seda blanca, documentos falsos, credenciales. Sus jefes le habían dicho que nada de armas; pero él igual llevaba una pistola mínima pegada al gemelo izquierdo con un elástico grueso. En la gala va a estar el Presidente, demasiada custodia, demasiado riesgo, mejor no vayas calzado, le dijeron. En esta ciudad nunca se sabe, contestó.

Pasó por el guardarropa, dejó el sobretodo y la chalina y empezó a buscar a alguien con la mirada. El esmoquin de corte europeo, más el metro ochenta y seis, el pelo rubio al ras, los hombros crecidos por el entrenamiento animal al que lo habían expuesto, lo delataban a las miradas del
foyer. Esas mujeres, todas de raso negro y paillettes, se jactaban de conocer a los mejores partidos de la ciudad; pero a él nunca lo habían visto. Lo imaginaban extranjero y por eso lo miraban con la impertinencia de alguien a quien nunca más tratarían, alguien de una delegación diplomática, alguien que se va al día siguiente. En los corrillos donde no había hombres, las más guarangas se animaban a un silbidito o hasta a un gauchesco ¡potro!, seguras de que semejante espécimen de macho no entendía ni jota. Pero un par de ellas, las más atorrantas aun con la ropa de gala, quedaron paralizadas cuando el rubio les clavó rápido la mirada y hasta guiñó un ojo: ¡entiende todo!, se codearon.

Entonces, ¿quién era? ¿De dónde había salido? Ese esmoquin, esos gemelos, esos zapatos no eran de acá. Esos gestos a la vez marciales y aplomados eran diferentes de los ademanes ampulosos de los militares locales. Además, no llevaba uniforme de gala. Por el pelo y la percha
parece milico, pensaron las hermanas Ocampo, pero ni ellas ni ninguna de sus amigas, todas chusmas severas, lo ubicaban de ninguna tertulia. Apostaron entonces a ver quién se animaba a intrigarlo primero. Pero él siguió caminando por el foyer.

Alguien sí lo reconoció. Miguel Viancarlos estaba con el uniforme de gala, pero no era militar; ahora era comisario. Y se acordaba perfectamente de ese hombre alto y rubio: ocho años antes lo había detenido a cuatro cuadras de allí, sobre la calle Libertad; lo había molido a trompadas,
vendado y atado a una silla. Con él estrenó un aparato eléctrico que la policía argentina se jactaba de haber inventado para estos casos y que llamaban picana. A la primera descarga este hijo de puta, que ahora se paseaba como un señor por el Teatro Colón, habló y entregó a todo
el mundo.

Viancarlos buscó a sus hombres con la mirada, pero en el gentío no vio a ninguno. Entonces dejó la copa en la bandeja de un mozo que pasaba, pidió permiso para abandonar el grupo de correctos caballeros donde estaba entretenido y sin decirle nada a ninguno, con la tensión de
un puma, metió la mano en el frac, soltó el broche de la cartuchera y enfiló a cruzar al rubio.

Pero una mano de hierro lo frenó de mala manera.

¡¿Quién carajo?!

Cuando se dio vuelta se encontró con el latigazo de una mirada más hija de puta que la suya.

Un par de ojos bien conocidos y pocas palabras para entrar en razones.

—No se meta con él, comisario. Es mío.

***

Ya sin Hitler, se rendían los nazis y la Segunda Guerra Mundial empezaba a terminar

Barcelona, 9 de julio de 1938

Llevaba un par de meses esperándolo. Sabía que ese mensaje era una sentencia. Le llegó como un telegrama cifrado y por las vías habituales. Pero igual sintió tanto miedo como si un dedo superior y maligno lo acabara de interpelar. Una inmensa máquina de matar se había puesto en
marcha.

Tembló, golpeó el escritorio, se agarró la cabeza, pero nadie lo vio. Estaba solo en su oficina sellada, a prueba de atentados. Hacía menos de un mes, en un hotel de Valencia, dos tipos entraron al cuarto. Les ganó de mano con un fusil sin seguro que siempre dejaba a tiro y los mató a los dos. Eran españoles, sin documentos. Nunca supo quién los había mandado, si los franquistas o los anarquistas, aunque en ese momento por primera vez empezó a sospechar de los suyos.

Tiempo después recibió un telegrama de Moscú avisándole que agentes franquistas buscaban secuestrarlo y que por eso le iba a mandar doce, ¡doce!, guardaespaldas para su escolta. Sospechó que traerían orden de eliminarlo y los rechazó. Desde ese día supo que había una
sentencia en su contra, ya firmada, sólo era cuestión de tiempo.

Alexander Orlov estaba ahora en Barcelona con el telegrama final en la mano. Tenía una única ventaja: sabía cómo trabajaban, los conocía desde adentro, él mismo había sido de los pioneros, casi de los que escribieron el manual de instrucciones. Por eso sabía que ya habían
pensado en su punto débil: su mujer y su hija enferma. Uno de los suyos que estaba en la embajada en Madrid le adelantó: un agente recién llegado de Moscú anda preguntando dónde vive tu familia. María era una mujer fuerte, revolucionaria como él; pero Vera, su Vera, tenía
trece años y fiebre reumática, poca vida por delante.

Conocía el método y el siguiente paso: secuestrarlas para que él se entregue. Inventó entonces un viaje a la frontera con Francia al día siguiente y las dejó en el Grand Hotel de Perpignan. Allí no se animarían a tocarlas. Ya en París se había producido un gran ruido con el secuestro de un
viejo general zarista. Antes de volver a Barcelona le dejó una clave a su esposa: una llamada inocente, una pregunta por su suegra.

El telegrama lo firmaba su jefe máximo, Nikolai Yezhov, jefe de la inteligencia soviética, y le daba dos opciones. Una: viajar a Bélgica y en el puerto de Amberes buscar un carguero, el Svir, y allí celebrar una entrevista con un camarada que usted conoce personalmente. La otra: pasar
por la embajada en París y viajar a Amberes en auto con el cónsul. Podría resultar útil como enlace para la importante tarea que se le solicitará, decía el telegrama, sospechoso de tan obsecuente. Orlov hizo una traducción práctica: como temían que él llegara a Amberes con sus
custodios y hubiera tiroteo y escándalo, lo citaban en París para separarlo de sus hombres, sedarlo, subirlo al carguero y así llevarlo prisionero a Moscú. Llevaba dos meses esperando este telegrama, planeando cómo desaparecer sin que la larga mano de Stalin lo alcanzara. Sabía que
si se movía bien tendría unos días de ventaja. Por eso le pidió a la esposa que, en Perpignan, tuviera siempre las maletas listas.

Cuando dejó de vomitar, se lavó la cara, armó un bolso con ropa y llenó una valija con papeles disimulados con más ropa. Les dijo a los custodios que prepararan el auto; que se iban a la frontera. Sacó toda la plata de la caja fuerte, 60.000 dólares, y pidió una llamada a Perpignan.

—Querida, ¿cómo está tu madre? (…) «

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